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Wednesday, February 21, 2007

EL AMOR MÁS GRANDE


EL AMOR MÁS GRANDE

“Nadie tiene un amor más grande que
el que ofrece su vida por el amigo”
(Jn 15,13).
“Esto os mando: Amaos unos a otros”
(Jn 15,17).




Lavatorio de pies por parte de Jesús a los Apóstoles en la Ultima Cena


La autenticidad de ser cristiano se halla en la conexión e interrelación con la práctica de la fe y del amor mutuo; fe y amor son dos aspectos inseparables de un criterio único, que debe servir de referencia para descubrir su identidad y valorar su realización en la vida cotidiana.
En las páginas del N. T. el amor cristiano se esboza como el ideal y el signo distintivo de los dis­cípulos de Jesús. El amor es la base que sustenta la esencia cristiana: el que ama a sus hermanos y vive entregado en su servicio es un verdadero cristiano; muestra que ha entendido el seguimiento auténtico del Maestro de Nazaret que amó a los suyos hasta el fin, que por amor a la humanidad vino al mundo, se hizo voluntariamente Siervo de los siervos, hasta el acto supremo de dar su vida como cordero sacrificial y víctima propiciatoria. El que no ama vive muerto; quien no tiene amor permanece en la muerte y no puede tenerse por cristiano, de ningún modo entra en el discipulado de Cristo.
El Sumo Pontífice Benedicto XVI, en su carta encíclica Deus charitas est, dice:
1. «Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16). Estas palabras de la Primera carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. Además, en este mismo versículo, Juan nos ofrece, por así decir, una formulación sintética de la existencia cristiana: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él».
Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva. En su Evangelio, Juan había expresado este acontecimiento con las siguientes palabras: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo Único, para que todos los que creen en él tengan vida eterna» (cf. 3, 16). La fe cristiana, poniendo el amor en el centro, ha asumido lo que era el núcleo de la fe de Israel, dándole al mismo tiempo una nueva profundidad y amplitud. En efecto, el israelita creyente reza cada día con las palabras del Libro del Deuteronomio que, como bien sabe, compendian el núcleo de su existencia: «Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas» (6, 4-5). Jesús, haciendo de ambos un único precepto, ha unido este mandamiento del amor a Dios con el del amor al prójimo, contenido en el Libro del Levítico: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (19, 18; cf. Mc 12, 29- 31).
Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un «mandamiento», sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro.En un mundo en el cual a veces se relaciona el nombre de Dios con la venganza o incluso con la obligación del odio y la violencia, éste es un mensaje de gran actualidad y con un significado muy concreto.

El amor más grande

La doctrina de Jesucristo se centra toda en el amor: “Amaos, como yo os he amado”. Exige el amor más grande, “como yo” significa captar y asimilar el amor de Jesucristo, amar en el grado sumo, el de entregar la propia vida en sacrificio oferente. Exhorta a los discípulos a una vida de amor grande y concreto, en una meta muy alta; han de amar, pero de un modo semejante al suyo. Todas sus palabras en el discurso de la úl­tima cena van dirigidas a inculcarles, con su vibrante exhortación, el amor.
Desde el principio, en el fondo de sus sermones, Jesús insta a sus discípulos a poner en práctica esta enseñanza en su comunidad, durante su ausencia; por eso les dice: "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. Que como yo os he amado, así también os améis unos a otros. En esto reconocerán todos que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros" (Jn 13,34). Este precepto del amor es el llamado "Man­damiento Nuevo", ya que nunca se había exigido nada semejante antes de la venida de Cristo. Realmente, Jesús exige a sus discípulos el amor más grande, que se amen hasta el signo supremo de hacer donación de su propia vida, como lo hizo él (Jn 13,1ss); sin duda alguna, nadie tiene un amor más grande que el que ofrece su vida por el amigo (Jn 15,13).
El precepto fundamental, el único punto, la única regla que hay que retener y practicar es el AMOR. “Ama y haz lo que quieras”, decía S. Agustín. Nuestro cristianismo es la religión más sencilla y la más concreta, porque se reduce sólo a un mandamiento:

Un mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros. Como yo os amé, así también vosotros amaos mutuamente. En esto reconocerán que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros” (Jn 13,34-35).

Uno sólo, único, en él se encierra toda la ley. Comprende todos los preceptos, toda la esencia de cualquier “Constitución” del mundo y todos los tratados éticos. Es la lección que perfectamente aprendieron los apóstoles de labios del Maestro Evocado por la ambición de los Apóstoles por los primeros puestos en el Reino, que provocó que, con la parábola en acción del lavatorio de los pies, los aleccionase en la caridad; dentro del último y más íntimo discurso de Jesús a sus discípulos el hecho ejemplar del lavatorio de los pies forma un dístico con la unción de Betania, que, según los evangelistas, esta historia sería contada “en memoria de la mujer”, así como en Lc 22,19 la Eucaristía se “repetirá “en memoria de Él”; les exhorta que, a imitación suya, realicen este acto humilde de servicio mutuo; como expresión de amor perfecto, de disposición a servir y perdonar al próximo, el lavatorio se integra en la celebración eucarística; aunque, sacramentalmente, viene a ser símbolo del bautismo por el que se lava, se purifica el pecado y se renace a la nueva vida en el Espíritu (Jn 3,3-8). Todos los Apóstoles asimilaron bien su enseñanza, como vemos en sus cartas. Así San Pedro insta con pasión: "Amaos unos a otros entrañablemente, amad a los hermanos. Temed a Dios (1 Pe 1,22; 2,17).

Un nuevo mandamiento

Es “nuevo” en la formulación de Jesucristo, que lo carga de unas nuevas y contundentes connotaciones, que no tenía en el A.T.: "Sabéis que se dijo: 'Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo'" (Mt 5,43); no es el amor al simple y exclusivo prójimo judío, como era en Israel (Lev 19,18), sino un amor universal fundado en Dios: amor a los hombres “como Yo amé”, al ser tan arraigado el egoísmo del hombre, la caridad al prójimo indica que procede del cielo, es un don de Cristo; por la reducción de obligaciones reglamentadas en el judaísmo que se quedan en uno sólo, nuevo y único: amor a Dios y al prójimo; y porque ahora el amor tiene un referente asequible y práctico que es el propio Jesucristo: "amaos como yo os he amado"; y tal amor ha de ser el distintivo característico de sus discípulos: "Os reconocerán en que os amáis". El Maestro de Nazaret sólo exige cumplir el mandamiento del amor, aferrándose a la fe: "a todos los que creen en su nombre, les da el ser hijos de Dios" (Jn 1,12). Sólo son importantes dos cosas: la fe y el amor. La fe se activa por el amor (Gal 5,11).
La novedad estriba en su triple causa:

a) Los discípulos fueron amados primero (1 Jn 4,19);
b) Dios manifestó su amor al mundo (Jn 3,16),
c) Cristo es la causa eficiente, amó a los suyos hasta la muerte (Jn 13,1); el amor es signo del alma de Cristo. Sólo quien es amado y se siente amado, es capaz de amar. Es un amor de comunicación y de sacrificio. El amor mutuo debe ser manifestativo del amor que Dios tiene al hombre.

Según el texto de San Juan, las Palabras del Maestro en su discurso de despedida, no son un consejo que les da, sino un “mandamiento” y “nuevo”: el amor al prójimo.
El Mandamiento nuevo es la mayor herencia y la última recomendación de Jesús a los discípulos a punto ya de pasar consciente y voluntariamente de este mundo al Padre. El amor a los demás, un amor corporativo, total y vivo que impele hasta dar la vida por los hombres hermanos será el distintivo, el emblema de los cristianos. Pero, desgraciadamente, a muchos se nos ha caído en el vaivén de estos últimos diecisiete siglos o nos lo ha arrebatado el bienestar institucional y el hombre del siglo veintiuno nos mira de reojo y con desdén porque no se nos ve, no nos distingue nuestro mejor signo y señal: “El que conoce mis mandatos y los guarda, ese me ama y al que me ama lo amará mi Padre y yo lo amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21).
La norma, pues, es el amor. La única Ley es amar a los demás, amar al prójimo intensamente en toda ocasión, sin límites, porque Dios nos ama. Eso es lo que Jesús hace, escucha al Padre, aprende y actúa de la misma forma. El mandamiento del amor es el carnet de identidad de los verdaderos discípulos, el contrato de amor de la nueva alianza firmado en el nuevo Sinaí; su medida está marcada por el amor de Jesucristo, no por aquel con que amamos nosotros, que hemos de llevarlo sobre nuestros cuerpos, escrito en nuestros corazones, en nuestras vidas, hogares y ciudades (Dt 6,4-9). Que los hombres, siglo a siglo, hayamos complicado la orientación con fórmulas, alharacas y liturgias, cargado de afecciones y organizaciones humanas y plegado a directrices civiles, no impide que volvamos nuestro espíritu y lo sumerjamos única y exclusivamente en el Evangelio, en la doctrina y enseñanza escuetas de la palabra concreta de Jesucristo. Ser discípulo de Cristo es estar revestido del amor, expandir amor en toda acción, situación y palabra. “Mirad cómo se aman entre sí y cómo están dispuestos a morir unos por otros”, decían los paganos de los primeros cristianos jerosolimitanos, refiere Tertuliano, que “tenían un solo corazón y una sola alma” (He 4,32). Y Minucio Felix reflejando el estupor de los gentiles, añade: “Se aman aun antes de conocerse”. El cristiano ha de ser el mismo amor; ha de ser imagen auténtica de Jesucristo, que perdona siempre, que cura siempre, que acoge y ama siempre: Quiero, sé limpio, ve y no peques más.
Hay páginas en la Biblia, que expresan un simple aspecto filantrópico, como la sentencia sapiencial de Si13,15ss, en que el amor al pró­jimo se considera como un fenómeno natural; sin embargo, el amor al prójimo tiene prevalentemente moti­vación religiosa; se inserta en la vivencia sal­vífica del éxodo y se basa en el amor del Hijo de Dios hacia el hombre. El germen del amor al prójimo es ciertamente de carácter sobrenatural, pues viene dado como precepto del Señor (Lev 19,18; Mt 5,43; 22,39), e incluso, en otros pasajes, el amor al hermano se funda en el amor a Dios, por lo que este segundo mandamiento es considerado semejante al primero (Mt 22,39). Por ese motivo, San Juan llega a afirmar que el amor a Dios y al hermano corren parejos, tienen la misma raíz. El amor auténtico al prójimo está ligado al amor a Dios.
La relación religiosa con Dios está ínti­mamente vinculada al comportamien­to con el prójimo desde los textos más antiguos de la Sagrada Escritura. El decálogo une los deberes para con el Señor y para con los hermanos (Éx 20,1-17; Dt 5,6-21). Además, muchas veces el amor al prójimo en la Biblia se fun­damenta en la conducta de Dios: hay que portarse con amor, porque el Se­ñor ha amado a esas personas (Dt 10,18s; Mt 5,44s.48; Le 6,35s; 1Jn 4,10s). Por consiguiente, no es cuestión de mera solidaridad humana o de filantropía, pues la causalidad del amor al prójimo es de carácter histórico-­salvífico o sobrenatural.

Camilo Valverde Mudarra
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Catedrático de Lengua y Literatura Españolas,
Diplomado en Ciencias Bíblicas y poeta.

1 Comments:

Blogger Avesdelcielo said...

Impecable artículo. Leerlo singinficó para mí un enriquecimiento personal yuna vision del mandamiento del amor más fundamentada.

6:29 PM  

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